Siempre digo que mi historia con la tecnología no empezó en una universidad, ni en una gran empresa.
Empezó mucho antes, con una computadora vieja, una enorme cuota de curiosidad, y muchas ganas de entender cómo funcionaban las cosas.
Tenía 13 años cuando tuve acceso a mi primera PC. Era lenta, inestable y venía con un manual que parecía escrito en otro idioma. Pero para mí, era un misterio fascinante.
Pasaba horas explorando cada rincón del sistema, desarmando, probando, rompiendo… y volviendo a intentar.
Mientras otros jugaban, yo quería saber por qué funcionaban las cosas, cómo se conectaban, y qué pasaba cuando no lo hacían.
Ese fue el punto de partida de lo que, sin saberlo, sería mi vocación para toda la vida.
Durante el colegio secundario tuve la suerte de cursar orientación en informática. Fue ahí donde aprendí a programar por primera vez, usando lenguajes como Pascal y C.
Recuerdo claramente la sensación de escribir un código, compilarlo, y ver cómo algo sucedía en pantalla.
Era magia. O por lo menos, así lo sentía.
Aprendí estructuras de control, lógica booleana, estructuras de datos… y lo más importante: aprendí a pensar.
A resolver problemas paso a paso, a depurar, a entender que el error no era el final sino una pista para mejorar.
Mientras muchos estudiaban para rendir, yo me quedaba una hora más para hacer que ese algoritmo funcione.
No por obligación, sino por pasión.
Durante esos años no existía YouTube ni cursos online. Si querías aprender, tenías que buscar.
Me pasaba horas en foros, leyendo manuales técnicos en inglés, probando herramientas, instalando servidores, aprendiendo por prueba y error.
Ese espíritu autodidacta me marcó para siempre. Me enseñó a no esperar a que alguien me diga qué hacer.
Me enseñó que, en tecnología, nadie te va a enseñar todo: el aprendizaje es personal, constante y muchas veces solitario.
Con los años fui sumando conocimientos en redes, bases de datos, sistemas operativos, programación orientada a objetos, administración de servidores…
Cada tema nuevo era un desafío que asumía con entusiasmo, sabiendo que era una inversión en mi futuro.
Muchos creen que una vez que terminás la carrera, ya estás “listo”.
Nada más lejos de la realidad.
La tecnología cambia cada día. Lo que hoy es estándar, mañana es obsoleto.
Y lo que te diferencia, no es cuántos años llevás en el rubro, sino cuán dispuesto estás a seguir aprendiendo.
A lo largo de mi carrera hice decenas de cursos, certificaciones, workshops.
Muchos por necesidad, otros por simple curiosidad. Y siempre, sin excepción, aprendí algo nuevo.
A veces eran herramientas concretas.
Otras veces, formas de pensar distintas.
Y muchas veces, el valor estaba en compartir con otros, en ver cómo otras personas resolvían los mismos problemas desde otra mirada.
Capacitarse no es solo actualizar el currículum. Es una actitud.
Es entender que en este mundo no hay saber absoluto, y que incluso el que enseña, también tiene algo que aprender.
Ser autodidacta y curioso me preparó para algo más importante que cualquier skill técnico: la adaptabilidad.
Pude reinventarme muchas veces, cambiar de herramientas, de entornos, de formas de trabajar.
Vi cómo desaparecieron tecnologías que parecían eternas.
Cómo surgieron nuevas que al principio parecían un juego, y terminaron siendo el nuevo estándar.
Y cómo la diferencia la hacía siempre quien se animaba a aprender algo nuevo, incluso si eso significaba volver a empezar.
Hoy miro hacia atrás y veo un camino lleno de preguntas, de pruebas, de aprendizajes.
Y me doy cuenta de que lo que me trajo hasta acá no fue un título, ni un trabajo en particular.
Fue esa curiosidad intacta.
Ese impulso por entender.
Esa pasión por seguir aprendiendo.